
Mi querida madre, esposa, y asesina:
¿Qué puedo hacer por vos? Ya no lo sé. Sabés que lo intenté... pero no.
Te veo siempre igual, y bueno, porque no decirlo, yo también estoy igual, con todas esas cosas que no cambio y esas pocas que aprendo.
Dirás que soy una resentida, hija de su madre -diría yo- qué puedo hacer, acordate cuando me abriste las puertas para ser tu legítima representante, y sola, ante la decisión de pasar, me respondí sobre lo correcto: o accedía a ese mundo de coima y acomodo, o cumplía mi sueño bajo una tremenda injusticia. Obvio, no cumplí mi sueño, ni vos el tuyo. ¿Dónde estuvo el malentendido?
¿Soy una resentida? Creo que sí, hermana y esposa mía, porque vuelvo a sentir lo mismo, una y otra vez, cuando veo a los nuevos hijos que pasan vergüenza, y de nuevo tu hipocresia, tapar la ignorancia y la haraganería con nimiedades.
Lamentablemente, no puedo abandonarte, no puedo escapar a otros países, te amo con ese pesar en los hombros, con ese tremendo pesar al ver lo que ambas somos.
Si nadie llegara, no sería tan malo. Deberíamos entender: un hijo que sube al podio es una tragedia para nuestro carácter, porque en él ponemos la imagen de lo que creemos ser. El oro se disfruta, o al menos, no molesta, cuando se tiene en exceso o cuando no se lo tiene de ninguna manera.
En fin, de gusto te digo estas cosas, nunca podrá dejar de quererte,
tu hija resentida
M. S.
(a quienes lean esto, mis más sinceras disculpas)