lunes, octubre 19, 2009

lunes, octubre 12, 2009

Horacio Fiebelkorn

El nacimiento de una ciudad

Fue William Harvey quien descubrió
la circulación de la sangre, y junto a ello
la idea de pensar a una ciudad
como un cuerpo humano, donde fluyen
aire, gentes y divisas para crecer.
Y fue Platner el que dijo que la sangre
era al cuerpo lo mismo que el aire
a la ciudad, y que cualquier clase de peste
se difundía en el éter y dejaba montañas
de muertos tras de sí. De ese modo explicaron
la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires:
una atmósfera envenenada por la acción del Pampero
que arrojó a la ciudad gases nocivos
procedentes de materia descompuesta.
Tuvo que inventarse el ventilador.
Y nació, por lo mismo, el héroe médico,
dador de bienaventuranza, liberador del yugo
de las epidemias, combatiente de vanguardia
de una nueva era. Dijeron entonces que el aire
debe oxigenar las ciudades, cuyas calles
tendrán que ser rectas, paralelas, perfectas,
perpendiculares, sin huecos ni meandros
que lo desvíen o favorezcan huecos a las putas
u otras fuentes infecciosas, y muchos árboles
que serán los pulmones de un nuevo amanecer.
La salud, la belleza, el orden y el progreso
serán la misma cosa. El nuevo urbanismo
tendrá por armas el jabón, la vacuna y la
ventilación, y por estandarte la salud,
contra la incivilidad y la barbarie. Fue así
que se levantó la nueva ciudad, en la nada completa,
donde se puso la piedra fundacional
junto a un cofre lacrado lleno de objetos
de valor –un estetoscopio, una jeringa,
sondas, vendajes, chatas, papagayos, medallas,
monedas, vino- ceremonia que tuvo
por testigos, dicen, a las más altas autoridades
de la política y la salud, y a un grupo de indios
que no entendían nada, aunque se supo:
hubo sólo funcionarios de segunda línea,
no vino el presidente y tampoco los ministros,
y hubo que dar encargo de dibujarlos
en los retratos que luego se difundieron
ante la historia, la posteridad, las generaciones futuras,
etcétera, etcétera.