viernes, febrero 04, 2011

fragmentos de HOTEL QUEQUÉN IV- Submarino

HOTEL QUEQUÉN IV

SUBMARINO




Bernatek
Di Vincenzo
Cella
Araujo
Bentivegna
Serrano
Freidemberg
García Bazán
Romana
Serafíni
Piña
Butti




AVELLANEDA


Carlos Bernatek nació en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en 1955. Es narrador, poeta y ensayista. Lleva publicados dos libros de cuento, uno de poesía y cuatro de novela, de entre los cuales el último ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.



SELVA EN EL MAR



Eran casi las tres de la tarde y no había comido. Apenas unos mates, pero no tenía hambre. Se descalzó, se puso una pollerita cómoda, una remera, y salió a la vereda. Andar en patas le daba una especie de felicidad, como si desnudar esa parte del cuerpo fuese una libertad desconocida y tan común a todos ahí que la gente ni ve esos detalles. Los pies desnudos son sensuales, se dijo, y el aire con este sabor fuerte y salado, que te limpia por dentro... Trató de que no la viera nadie, cruzó la calle y llegó a la esquina. Giró la cabeza hacia la costa y se quedó un instante como hipnotizada: a una cuadra ya se veía el médano, toda esa arena acumulada por siglos de olas gastando las piedras, y esos yuyitos tan verdes arriba, como pelos, y más atrás la mancha inmensa extendida contra el cielo, un azul verdoso y gris y marrón por momentos, según la iluminara el sol o cortara la luz una nube: eso era el mar. Fue avanzando con precaución cuando vio que el agua se movía de ese modo temible, que semejante brutalidad se agitaba como algo vivo, nervioso, y por momentos bramaba con el viento. El aire se hacía más feroz a medida que se aproximaba. Trepó al médano corriendo porque se quemaba los pies pero quería llegar a lo más alto para verlo todo, todo junto, todo lo que le dieran esos ojos suburbanos, acostumbrados al cemento y a los edificios, a los colectivos y al tren. ¿Por qué nunca fuimos al mar, mami? Vos sabés Selvita que ese clima es espantoso para las articulaciones, que me pone nerviosa... qué se yo. Loca, mi vieja. Y después todo fue trabajar siempre, cada verano, como si el clima no tuviera nada que ver con las obligaciones: aprovechar las vacaciones de otros para conseguir reemplazos, puestos eventuales. El mar, entonces, era algo que mencionaban, que deseaban los otros, un magnetismo que los arrastraba casi por inercia cada enero a la playa. Ella conocía las sierras, alguna laguna cercana, pero nunca el mar, y tenía veinticinco, ¿mucho no? No podía culpar a la madre, después de todo la prefería sana y calma antes que artrósica y loca. Pero alguna vez, una al menos, podría haber tenido la iniciativa de llevarla a conocer el mar, aunque fuese por curiosidad, un fin de semana. En todo caso Selva madre no le había inculcado siquiera ese anhelo por ver el mar, ya que no podía transmitirle el placer. Selvita había visto el mar en el cine y en la tele, pero no lo había olido, no había sentido eso que provocaba en la cara la brisa, en el cuerpo humedecido la bruma, y ese sabor en la boca, el salitre en la lengua, eso que pegoteaba la piel como un sudor salvaje de indios, porque las gentes en la playa, medio desnudas, parecían como primitivas, recién llegadas a un mundo que de tan nuevo, todavía estaba calentito.

En lo más alto del médano, miró a izquierda y derecha, todo lo que pudo abarcar. Ahí está; esto era. Y se emocionó al descubrirlo como imaginó que Colón se debió haber emocionado al ver América, y quiso gritar “¡tierra, tierra!”, como ella misma gritaría ahora: “¡agua, agua!”... Agua de mar, agua salada que debe ocultar miles de bichos en su interior, tiburones, orcas, delfines, cazuelas de mariscos, pingüinos empetrolados o limpios, todo metido ahí adentro, y barcos hundidos llenos de tesoros que nadie podrá rescatar por siempre jamás, ¡qué desperdicio, Diosito! Y gente ahogada porque la naturaleza es inexorable (¡cómo le gustaba esa palabra!) para quien se atreve a desafiarla; siempre gana ella por más nadador o bañero experimentado que sea uno. Y por ahí debe estar hundida la Atlántida, que ella leyó que era un continente maravilloso, con sus ciudades y sus calles y hasta sus autos oxidados, porque a los atlantes se los deben haber comido los tiburones asesinos. Y debe estar el Titanic y el Graf Spee, todo mezclado en la misma agua y pudriéndose. Y debe haber cadenitas y anillos de oro que se le cayeron a alguna mujer rica por la borda en una travesía en transatlántico. Todo debe estar mojado por la misma agua, oxidado, oculto en algún lugar que nadie sabe. Y si acaso el agua se retirara, si el mar se evaporara de pronto, acá bien podría haber una ruta que llevara al África, una ruta sobre un desierto arenoso; y sería una pena que no hubiera mar porque ¿qué habría? Un pozo, un tremendo pozo con una sequía de horror. Lástima que esta agua no se pueda tomar, ni sirva para regar los sembrados, porque si sirviera se acabaría la sed en el mundo, y todo sería verde y fértil. Pero los desiertos, digo yo, para algo deben servir, si no la naturaleza no los habría inventado.

Y vio a la gente, esa otra masa de personas apiñadas en las sombrillas, con sus mallas coloridas, sus anteojos negros, sus gorritos ridículos, y le pareció un poco obsceno eso de los cuerpos vistos así, a plena luz, con todas sus imperfecciones, esa manera de mostrarse sin pudor delante de otra gente desconocida. Bueno, pero todos estaban de ese modo, medio en bolas, y no parecía molestarles lucir las panzas y las piernas gordas, las cicatrices de operaciones, las várices y todas las porquerías que se metían en la misma agua sin revisación médica (¿nadie se contagiará nada, una lepra, una sífilis? Seguramente la sal disuelve todo ¿Y por qué no usarán la sal del mar para curar todas las pudriciones humanas?). Ella cuando iba a la pileta tenía que pasar por el médico (si es que estaba recibido ese pibe jovencito y mirón, con gesto de vivaracho) que le miraba entre los dedos de los pies a ver si tenía hongos, y las axilas le miraba (¿es que alguien tiene hongos en las axilas? Qué incómodo debe ser para ponerse desodorante, cómo debe arder), pero ese con tal de mirar, con la jeta de zorro, con ese hociquito de mirón que ponía, seguramente era un estudiante avivado que espiaba y encima cobraba sueldo. Si hasta había dejado de ir a la pileta los fines de semana calurosos por no pasar la revisación. Con este calor, Selvita, ¿por qué no vas? Me quedo viendo la tele, mami. Si de pensar en tomar el colectivo ya me canso, le decía para conformarla. Pobre mi bebé trabajadora, ¿qué sería de tu madre sin tu sacrificio?

El mar era distinto a todo, era, era...inmenso. Tres cuartas partes del planeta son agua, recordó de alguna documental, así que ella, entre lo mucho que ignoraba, pese a ver documentales, no conocía hasta ese preciso momento lo más grande y lo más abundante del mundo en que vivía, que por ahí había gente en otros mundos y uno no lo sabe, pero al menos conocer el de una. O sea que a los veinticinco ignoraba lo fundamental que constituía el planeta en que había nacido. Que si vinieran unos extraterrestres y la secuestraran, y le pidieran que describa su planeta, ella hasta ahora casi no conocía lo primordial, ¡y llevaba veinticinco años viviendo en él! Ahora sí, ahora ya estaba al tanto.

¿Y por qué mierda la iban a secuestrar justo a ella? Para eso que se lleven a un científico. Estos secuestran a cada uno...



Bajó corriendo el médano hacia la playa (¡cómo quema esta arena, carajo! Me van a salir ampollas en los pies, yo que los cuido tanto con zapatos caros que mis buenos pesos me cuestan, pesos no, más bien horas de trabajo, caramba), y a medida que se acercaba a la arena húmeda sentía ese alivio y ese olor más fuerte a yodo y a pescados invisibles. Sorteó las sombrillas, y las sillitas, y las conservadoras de bebidas, y los termos de mate, y los chicos hincha pelotas que lloran sin parar y piden cosas, y los vendedores ambulantes, y las carpitas de telas colorinche, y los perros que la gente desconsiderada llevaba como si fueran hijos, y al bañero todo musculoso y bronceado que hacía facha en su pequeño mirador con el pito colgando, bueno, el silbato, sorteó todo lo que se le cruzó hasta pisar el agüita de la orilla, ese fresco que le encantó, que iba y venía con las olas, y sintió cómo se le hundían los pies haciendo sopapa en la arena blanda cuando se retiraba el agua, y caminó por la orilla mojándose hasta los talones y llenándose los pulmones con ese aire brumoso (esto debe ser más sano que no sé qué, tan natural, tan puro...la naturaleza...qué sabia es la naturaleza que inventó el mar. Bueno, lo habrá inventado Dios, pero como en mi casa no vamos a misa, prefiero que haya un dios llamado Naturaleza). Caminó sin darse cuenta que se alejaba de la playas del centro, y sentía el sol picándole en los brazos (hum, me tendría que haber puesto alguna crema, yo que soy de tez tan blanca pese a tener el pelo bien oscuro, azabache, como dice mamá...). Y cuando quiso acordarse, estaba como a diez cuadras del lugar (a ver si me pierdo, mamita querida; no, no voy a preguntarle a nadie porque quedo como una idiota, una pajuerana recién desembarcada), entonces giró y volvió por la orilla a ver si veía al bañero con su silla de guardavidas en lo alto del pedestal, como el rey de la playa. Y la alegró tanto verlo, tanto que casi le hubiera dado un beso (minga de beso, a ver si me toma por una loquita), y reconoció el sitio donde había empezado la marcha como un lugar casi familiar.

Ya va siendo hora de volver. Por ser el primer día, suficiente. El mar ya está. Casi demasiado.





Fragmento de la novela Rencores de provincia, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007.

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