viernes, enero 23, 2009

Mi maestro de piano


Puedo redondear, después de todo es un acto trivial, cotidiano, casi intrascendente. Puedo decir que hace 20 años miré a los ojos, por primera vez, al hombre que me enseñó a tocar el piano. No fue ni es un asunto de importancia menor en mi vida: fracasé regularmente los 10 años que lo antecedieron, y regularmente he vuelvo a fracasar los casi 20 que siguieron. En un colectivo de asientos comunes -no hace tanto que existen los dormibus y los coche-cama- viajé 9 horas desde Bahía Blanca a Capital Federal. Lo tengo que ver –dije- y no había lugar en mí para identificaciones masivas. El recital estaba por comenzar, me quedé en la puerta del recién inaugurado Hyatt porque él aún estaba ahí, lo intuía. Casi todos se fueron, quedamos 10 o 15 personas –más o menos, digo, redondeando-. Caminó delante de mí, apoyó su mano derecha en el techo del auto, y yo, quieta del otro lado no entendía si era o no. Dos filas de gigantes lo cercaron pero no cubrieron el techo – él era bajito, en ese momento me di cuenta – yo seguía quieta del otro lado, había elegido un buen lugar sin premeditarlo (siempre me consideré una mujer afortunada). Apoyó una de sus manos en el techo, la derecha creo, y yo seguí quieta del otro lado, los demás no lo veían –ni lo vieron- y él no los vio, quizás pudo intuir esas presencias pero eso era otra cosa. Su mano izquierda me saludó, él me miró a los ojos. No dije nada, demoré un rato en levantar mi mano y devolver el gesto –me volví lenta, apaisada, no sé qué mano levanté. Vi la cola del auto, significaba que todo había terminado, no estaba acostumbrada a ver limusinas ni autos de lujo. Levanté un botón del suelo, imaginé que había pertenecido a un hombre de traje azul cruzado estilo naval, un hombre refinado que se hospedaría en el hotel más caro del país.
Anoche, otra vez la misma canción. Otra vez, en el estadio, lloré. Anoche otra vez lloré, pero por motivos diferentes –siempre hay un motivo, le dije ayer a Ce-, no sé, en algún punto era ambivalente, doloroso, satisfactorio: habían pasado20 años –redondeando, digo-. Y él es otro, y yo también, el guitarrista debería cortarse el pelo, y el baterista ya no puede usar su ropa de motoquero, y ahora yo me animo a tocar el piano delante de otros, aunque nunca pude ser Martha Argerich. Y él es el mismo y yo también, porque algo nos queda, algo, aunque no sepamos bien qué, algo que nos permite reconocernos: Hola, soy la misma que juntó el botón del suelo. Hola soy el mismo que antes hacía un escándalo si el sonido no estaba a su gusto o si el agua mineral no era francesa. En un momento, una puerta me permitió pasar al vip, el tipo de seguridad gritó: “vuelvan a la popular”. Y yo sonreí: “nadie puede contra la popular cuando pasa la valla, voy a estar cerca de las cosas que me interesan”. Quiso empujar, y por un segundo, me salió la camorrera de adentro, iba a tomar al patovica de la remera, tuve ganas de pegarle, pero me arrepentí, y di dos pasos adelante: “parar a uno no me hace avanzar”. Si un hombre puede sentarse delante de un piano y tocar durante 55 años la misma canción, yo puedo creer que hay penas que valen la pena. Me di cuenta, de pronto, que en mí aún vivo un gran acto de fe.

M.S.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No fue una noche más, y lo sabía. En un lugar de buenos aires iban a estar vos,y él.Es verdad los dos diferentes, pero sentí al mirar el cielo que estabas en comunión con él, y eso hizo que llorara desde otro sitio de la ciudad.

Anónimo dijo...

Si estuve en comunión. Lo mágico de la comunión es que se hace con el todo, o no se consigue de ninguna manera.
gracias anónimo.