La ciudad de los tísicos
Abraham Valdelomar
El viernes 30 de noviembre. CCC. 19,00 horas.
Presentan: Susana Cella y Diego Bentivegna.
Convite peruano.
VALDELOMAR O LA PALABRA ENCUMBRADA
«Mi arte es para los limpios de corazón, para los sanos de espíritu, para los ebrios de ilusión, para los sedientos de esperanza, para los saturados de fe, para los puros, los comprensibles, los buenos; los que tienen miel en el panal del corazón, perfume en la corola del espíritu, suaves colores en los pétalos del sentimiento, música alada en los vergeles de la conciencia».
Eso predicaba Abraham Valdelomar, a lomo de pollino, a su paso por más de un pueblo olvidado del Perú profundo, cuyos humildes y en su mayoría analfabetos moradores lo recibían entre palmas y aplausos, como un mesías redivivo, sin tener exactamente idea de quién era aquel
señor con frac y monóculo que en esos momentos, si bien polvoriento y bastante magullado por lo arduo del viaje, hacía su ingreso triunfal a donde quizás en realidad nadie lo esperaba. En todo caso, esto le tenía sin cuidado, pues eran gajes del oficio de alguien que se sentía un elegido
por la sacra luz del arte y de la poesía, nacido en un humildísimo pesebre a fines del siglo XIX para cumplir una gran misión: sacar de la ignorancia a la población, combatir el centralismo y la inercia nacional y contribuir al progreso, todo esto en tanto representante de un nuevo
espíritu ungido por el arte y el talento. Poco importaba si su auditorio lo escuchaba sin entender una sola palabra de su alambicado discurso, donde se mencionaba personas, lugares, cosas por demás inauditas, pues lo que más bien contaba era ir sembrando a los cuatro vientos la semilla de su elevada palabra, que eventualmente caería en buen terreno para dar así frutos más grandes y majestuosos.
De ahí el buen ánimo con que Valdelomar acometía lo que él llamaba sus “viajes patrióticos” que, no obstante, así como tenían de samaritanos y quijotescos, eran también una inmejorable oportunidad para hacer gala de la supuesta superioridad de aquellos que según él estaban tocados por la varita mágica del talento y del genio, arrojando como producto un oxímoron andante de rendido servidor público y de dandi de paso funambulesco y empingorotado . Y es que el autollamado Conde de Lemos, si bien de la prosapia de apostólicos pescadores de la
caleta pisqueña de San Andrés (Ica, Perú)2 , no sólo se consideraba descendiente directo de los espíritus más finos y exquisitos del antiguo virreinato del Perú y de Europa3 , sino además de mayor valía que la mayoría de los nacidos en la rancia aristocracia social e intelectual de
la época, a quienes sin ambages desdeñaba cada vez que se le presentaba la oportunidad: «Ser artista es una misión que no pueden comprender ni alcanzar los tipos con las almas de limpiabotas que no sienten el respeto que infunde el genio y que no saben admirar incondicionalmente a los cerebros radiantes que iluminan las sombras», sentenciaba el Conde cada vez que se refería a sus “colegas” detractores.
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Renato Sandoval Bacigalupo