Todo lo que me gusta empieza con z
En el baldío hay unas campanillas
que se abren de noche. En invierno las arrancamos.
Se les tapona el orificio, y al soplar con los
pétalos apretados, explotan. No es gran cosa.
Sólo que mi hermano y yo crecimos
demasiado últimamente. Viene una vez por semana.
Lo pongo al tanto de las novedades. ¡No puede ser!, me
dice. Trabaja en una librería, claro, no es cuestión
de competirle a Ribeyro, pero
los desplantes están a la orden del día para ambos.
Camino al colegio atravesábamos el baldío
con mis compañeras. A más de una le enseñé
cómo tronar fuerte. La trampa consistía en hacer torniquete
con el tallo abierto. Pero una mañana
un tipo nos esperó detrás de la morera con los
pantalones bajos y tuvimos que cambiar de ruta.
Si es tarde salgo a buscar a mi hermano con los perros.
Tironean más de la cuenta. Parece que huelen nuestra
familiaridad. Llega con una bolsa de cartón.
Antes de saludarme les toca las orejas. ¡Es tan fácil
hacerse querer! Me da un beso: lo adoptamos
hace poco, no es herencia de la casa besarse
ni darse la mano.
Chasqueo los dedos. No vuelvas con eso, me dice,
no te empeñes con escritores. Sé de qué te hablo,
me dice. Zarpar, zorocho,
el nombre Zoilo —primo de mi abuela,
asesinado por los indios—, son algunas
de mis palabras preferidas.